El empresario: el motor incomprendido de la economía
En el imaginario colectivo contemporáneo, el empresario suele ser representado como una figura fría, calculadora, interesada solo en la acumulación de riqueza y poder. Esta visión reduccionista ha calado hondo en diversos sectores de la sociedad, especialmente en aquellos influenciados por discursos ideologizados que ven en la iniciativa privada una amenaza antes que una oportunidad. Sin embargo, esta narrativa deja de lado una verdad fundamental: el empresario es, en muchos sentidos, el caballo que hala la carreta del desarrollo económico, la innovación y el progreso social.
Ser empresario no es simplemente tener una idea y convertirla en una fuente de ingresos. Es, ante todo, asumir riesgos. Riesgos financieros, riesgos de reputación, riesgos legales y hasta personales. Mientras muchos celebran los beneficios que una empresa puede repartir entre sus colaboradores, pocos comprenden la carga que implica sostener una operación, cumplir con las obligaciones fiscales, adaptarse a los cambios del mercado y, sobre todo, mantener a flote un sueño que a menudo tarda años en consolidarse.
Cada empresa que nace es una semilla de desarrollo. A través de ella se generan empleos, se dinamizan cadenas de suministro, se impulsa la innovación y se expanden oportunidades en diversos sectores. Detrás de cada producto o servicio que disfrutamos, existe la visión de un empresario que, en su momento, decidió apostar por una idea sin garantías de éxito. Esa apuesta, muchas veces solitaria y silenciosa, es la que sostiene las economías modernas.
No obstante, en lugar de ser reconocidos como actores clave del crecimiento, muchos empresarios enfrentan una creciente estigmatización. Se les acusa de abusivos, de ambiciosos, de insensibles. Se olvida que por cada empresa que logra posicionarse y crecer, hay decenas que fracasan, dejando a su paso historias de esfuerzo no recompensado y de sueños truncados. También se deja de lado que los empresarios suelen ser los últimos en cobrar, después de cumplir con sus trabajadores, proveedores, impuestos y cargas operativas.
A esta realidad ya compleja se suma, en muchos países, una presión fiscal cada vez más sofocante. El empresario no solo debe lidiar con la competencia, la inflación, la escasez de talento o la inestabilidad económica, sino que además debe enfrentar regímenes tributarios excesivos, procesos burocráticos interminables y una visión gubernamental que, en el peor de los casos, ve en la empresa privada un enemigo ideológico. En contextos donde imperan gobiernos de corte progresista, la narrativa contra el empresario se intensifica, proponiendo regulaciones y reformas que, lejos de impulsar el desarrollo, lo frenan.
Resulta paradójico que se cuestione tanto a quien genera empleo, paga impuestos, innova y dinamiza la economía. Si bien es cierto que hay casos de empresarios corruptos o inescrupulosos —como los hay en cualquier ámbito—, generalizar es injusto y profundamente dañino. La mayoría de los empresarios trabaja largas jornadas, enfrenta incertidumbres constantes y busca construir un legado que trascienda lo meramente económico.
Reivindicar el rol del empresario no es un acto de adulación vacía, sino una necesidad urgente para comprender cómo funcionan las sociedades modernas. Necesitamos más empresarios, no menos. Necesitamos condiciones que incentiven la inversión, el emprendimiento y la creación de valor. Porque detrás de cada gran avance, de cada empleo digno, de cada innovación útil, siempre habrá un empresario que creyó, arriesgó y construyó. Y eso, aunque muchos no lo vean, merece respeto y reconocimiento.
Ser empresario implica enfrentar desafíos constantes y, a menudo, recibir poco reconocimiento por los logros alcanzados. Sin embargo, la satisfacción de ver crecer una idea, crear empleo y contribuir al bienestar de la comunidad es una recompensa invaluable. A todos los empresarios y emprendedores, nuestro más sincero agradecimiento y admiración por su incansable labor y dedicación.

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