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Atentado a Miguel Uribe: ¿fallas de seguridad o señal de algo más profundo?

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El atentado contra el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe, ocurrido en pleno evento público en el barrio Modelia, no solo sacudió el panorama político colombiano sino que expuso, con crudeza, las fisuras profundas de un país que no logra arrancarse el lastre de la violencia.

Un joven de apenas 15 años, sin mayores obstáculos, se acercó al congresista del Centro Democrático y le disparó dos veces en la cabeza. Las imágenes captadas por un video que circula en redes sociales muestran no solo la cercanía del sicario al candidato, sino también una interacción previa con una mujer que portaba un morral en el pecho y se ubicaba a escasos metros del escenario. Un detalle que no puede pasarse por alto. ¿Quién es ella? ¿Qué papel jugó? ¿Por qué nadie del equipo de seguridad intervino?

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La pregunta inevitable es: ¿dónde estaba el esquema de seguridad del senador? Un funcionario de tan alto perfil, en pleno inicio de campaña presidencial, debería contar con un blindaje robusto, profesional y anticipado a este tipo de riesgos. Las fallas son evidentes. O peor aún, podría tratarse de una complicidad interna, un ángulo que las autoridades deben investigar con máxima rigurosidad.

Lo más inquietante es que el agresor, un menor de edad, fue capturado y su teléfono móvil está en manos de las autoridades. Las esperanzas de esclarecer el caso dependen en gran parte de lo que se logre triangular con ese dispositivo y las cámaras del sector. ¿Quién está detrás? ¿Un grupo armado? ¿Una venganza política? ¿O un mensaje criminal en un momento clave para la democracia colombiana?

En medio de esta tragedia, resuena con fuerza una frase que el propio Uribe pronunció momentos previos al ataque: “Yo sí creo que el colombiano de bien que considere la necesidad de tener su arma lo pueda hacer. El porte de armas tiene que volver”. Un comentario que reavivó debates y que hoy, irónicamente, se entrelaza con el hecho brutal que lo tiene entre la vida y la muerte en la Fundación Santa Fe.

Colombia sigue atrapada en un ciclo de violencia, donde los discursos polarizantes en redes sociales, los odios acumulados, la desconfianza institucional y el desprecio por la vida confluyen peligrosamente. Los asesinatos políticos no son hechos aislados: son síntomas de una enfermedad estructural que la sociedad no ha querido, o no ha sabido, tratar de raíz.

Es urgente hacer un alto en el camino. Esta campaña presidencial no puede convertirse en un campo de guerra ideológica o física. Lo ocurrido con Miguel Uribe debería ser el punto de inflexión. No para polarizar más, sino para iniciar un proceso de reflexión nacional sobre el tipo de país que queremos construir.

Hoy, más que nunca, Colombia necesita desarmarse —literal y simbólicamente— para poder avanzar hacia una democracia real, donde el debate se dé con ideas y no con balas.

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