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Bastones de paz por la dignidad del pueblo ancestral

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La Comisión de la Verdad lideró el sexto Encuentro por la Verdad “Pueblos indígenas en situación y riesgo de exterminio físico y cultural: su dignidad, resistencia y aportes a la paz“.

Un espacio para comprender y dimensionar los daños e impactos que deja el conflicto, resaltar las formas de resistencia de las víctimas y propiciar el reconocimiento de responsabilidades.

Según el último censo del Dane (2018), se indica que existen 115 pueblos indígenas en el territorio colombiano, donde al menos 68 están en riesgo debido a las dinámicas del conflicto armado interno. El Registro Único de Víctimas establece que 384.886 indígenas han sufrido afectaciones por las confrontaciones armadas y por la violencia perpetrada contra ellos, directa o indirectamente, por parte de grupos armados.

#LaVerdadIndígena para esta versión el encuentro trancurrió en el espacio virtual, donde se logró amplificar las voces de las personas afectadas por la violencia y avanzar por la ruta para contribuir con el derecho a conocer la verdad.

Donde se establece que estos pueblos, en su mayoría, se ubican en áreas dispersas de difícil acceso, lo cual es un factor determinante que explica el peligro al que están expuestos, y se suma a la ausencia del Estado colombiano en estos territorios, que carece de capacidades para desarrollar un control efectivo que les permita vivir en paz a estas comunidades.

                    Símbolo de resistencia

Las siguientes historias de vida y relatos sobre el impacto del conflicto armado en los pueblos indígenas han sido recopilados por la Comisión de la Verdad

La masacre de Bahía Portete

El pueblo wayúu representa una quinta parte de la población indígena total de Colombia y el 48 por ciento de la población de La Guajira, al norte de Colombia.

Para ellos, el uso de la palabra como forma de mediación es tan importante que existe la figura del palabrero como autoridad para administrar justicia. El pütchipü (en lengua wayúu) es la persona encargada de la resolución de conflictos entre los 36 clanes existentes y también se encarga de negociar o dirimir en la relación con los externos, a quienes llaman alijunas (no indígenas).

El pueblo wayúu es fuerte porque ha sobrevivido al bosque seco tropical, azotado con amplios períodos de sequía y escasez de agua potable. Es una cultura matrilineal y siguen códigos de honor, fundamentales para su equilibrio social.  Las mujeres no se tocan, no van a la guerra, no se violan, no se les expulsa de la tierra*.

El 18 de abril de 2004, alrededor de 40 paramilitares entraron a Bahía Portete, en La Alta Guajira, y con lista en mano arribaron con el mandato explícito de asesinar a los hombres de la familia Fince y, como no los hallaron, torturaron y mataron a las mujeres de las familias Fince Uriana, Fince Epinayú, Cuadrado Fince y Ballesteros Epinayú.

Los hombres armados sacaron de sus casas a Margoth Fince Epinayú, a Rosa Cecilia Fince y a Rubén Epinayu, cortaron las cabezas de estas matronas wayúu, sin importar su edad y el respeto que tenían en su comunidad, y las clavaron en estacas a las puertas de los ranchos. La comunidad ha denunciado que hubo violencia y tortura sexual contra las mujeres como mecanismo para arrasar y doblegar a miembros de su grupo étnico.

En total asesinaron a seis personas, cuatro de ellas mujeres. Están reportadas las desapariciones forzadas de Diana Fince Uriana, Reina Fince Pushaina y una tercera que no ha sido identificada. Las investigaciones judiciales dieron cuenta de los mismos tres muertos (con nombres ligeramente cambiados) y de las dos desaparecidas. Reportan, además, tres heridos: Moyo Perez Uriana, Lilia Epinayu y Tito Aguilar Epinayu. La comunidad relató sobre la profanación del cementerio, el saqueo y la quema de varias de sus casas.

La masacre marcó la historia del pueblo wayúu porque se rompió el tejido social. Bahía Portete quedó deshabitado. Hubo un desplazamiento masivo forzado de más de 600 indígenas. En este delito se habla del pueblo wayúu como víctima colectiva porque hubo violencia étnica y sexual, en una agresión orientada especialmente contra las mujeres y significó el avance paramilitar en este territorio.

* Así se expresa en el informe La masacre de Bahía Portete. Mujeres wayuu en la mira (realizado por el Grupo de Memoria Histórica de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, publicado en el año 2010).

El embera que dio su vida por la Madre Tierra

Kimy Pernía Domicó nació a orillas del Río Kuranzadó (Río Esmeralda), en Tierralta, Córdoba. Fue líder de su comunidad embera katío en el Alto Sinú, donde luchó por la defensa de su territorio y la protección del medio ambiente.

Cuando se adelantaba el proyecto de construcción de la represa hidroeléctrica de Urrá I, entendiendo los efectos nocivos que traería para esta obra para la naturaleza, para su tierra, además de la falta de consulta previa con la comunidad, hizo una campaña internacional de denuncia y en 1995 lideró la movilización Do Wambura, Adiós Río, en la que marcharon mil indígenas en barcas y a pie desde su resguardo Karagabi hasta el municipio de Lorica.

En 1996, intentando impedir la irrupción en su entorno de esta hidroeléctrica, hizo parte de la toma a la Embajada Sueca. Dos años más tarde interpuso una acción de tutela para proteger los derechos ambientales y culturales de su pueblo, así como su derecho a consulta por los impactos del proyecto y la ganó. Sin embargo, fue en ese momento cuando comenzaron a asesinar a los suyos, específicamente a dos de sus compañeros, Alonso y Lucindo Domicó, y se intensificaron las amenazas contra él.

Fue Kimy Pernía Domicó quien convocó, en 1999, la Gran Marcha Embera hacia Bogotá, que comenzó el 29 de noviembre y terminó frente al Ministerio de Medio Ambiente, el 26 de abril del 2000. Poco más de un año después, el 2 de junio de 2001, un grupo de paramilitares lo secuestró en Tierralta, lo desapareció y después tiró su cuerpo al río Sinú.

En 2007, en el marco de Justicia y Paz, en versión libre, el jefe paramilitar Salvatore Mancuso admitió la responsabilidad sobre su homicidio. Dijo haberlo asesinado por orden de Carlos Castaño y por oponerse a la represa de Urrá. En su declaración aseguró que la orden fue ejecutada por John Henao (alias ‘H2’), cuñado y escolta de Castaño. Luego del secuestro en Tierralta, su cuerpo fue enterrado en una fosa común. Y añadió que en 2002, cuando las AUC se enteraron de que la Fiscalía haría exhumaciones en la zona, ordenó sacar los restos y arrojarlos al río Sinú.

En septiembre de 2020, en un encuentro telefónico con la comunidad embera, representantes de la Comisión de la Verdad y La Comisión Intereclesial, Mancuso afirmó su voluntad de entregar la Verdad completa sobre este homicidio y pidió perdón. “Pido perdón por las afectaciones más grandes a todas las comunidades y especialmente a la suya en el caso del líder Kimy Pernía a manos de las autodefensas”, dijo.

La comunidad embera katío exigió la verdad sobre la responsabilidad de la empresa Urrá I y sobre la desaparición forzada y asesinato de su líder Kimy Pernía Domicó. Además de este crimen, 25 líderes de la comunidad indígena Embera Katío del Alto Sinú fueron asesinados por el paramilitarismo desde su llegada a las inmediaciones de los ríos Sinú y San Jorge, en el departamento de Córdoba.

La defensa de los derechos indígenas tiene rostro de mujer

Hijos del agua, nietos del trueno. Eso significa el nombre del pueblo indígena Nasa, al cual pertenece Aida Quilcué, una de las más representativas líderes étnicas del país, nacida en el territorio conocido como Tierradentro, en el departamento del Cauca.

Por su lucha en defensa de los derechos de los pueblos indígenas, ha sufrido diversas amenazas y ha sido estigmatizada por grupos armados, legales e ilegales. Hace 12 años, el 16 de diciembre de 2008, recibió quizás uno de los golpes más duros de su vida mientras mientras regresaba de Ginebra, en Suiza, a donde viajó para denunciar las violaciones a la integridad y dignidad de su gente en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Ese día asesinaron a su esposo, José Eduin Legarda.

Aida relató que este homicidio estuvo relacionado con su actividad para promover la Minga en 2008, incluso recuerda que todo empezó con amenazas de los campesinos que ofrecían como recompensa una libra de arroz por la cabeza de un “indio”.

Cuando regresaba de Europa, un grupo de soldados interceptó la camioneta en la que viajaba su esposo, en la vía entre Popayán y Totoró, aduciendo que transportaba un cargamento de armas para la guerrilla. “Le hicieron 116 tiros, pero aún así, el vehículo avanzó otros cuatro kilómetros. Cuando él (José Eduin Legarda) fue llevado al hospital, falleció”, señaló.

A partir de ese momento, Aida comenzó a ser acusada del asesinato de su esposo. Dijo que los abogados del Ejército afirmaban que ella fue la responsable del homicidio por problemas sentimentales. “Perdí la cuenta de las amenazas que recibí”, confesó. El año siguiente, en mayo de 2009, su hija de 12 años fue víctima de un atentado.

A raíz de este último hecho, la líder indígena contó que incluso el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar la visitó tras recibir una denuncia de que su hija había sido violada y estaba en embarazo. “Querían quitarme la custodia. Recuerdo que fue un proceso muy difícil y a la par, durante más de cinco años no pude vivir tranquila”, anotó.

Sin embargo, Aida se repuso de las adversidades y fue hallada inocente tras revelarse la verdad sobre el asesinato de su esposo. El Juzgado Segundo Penal del Circuito Especializado de Popayán condenó, en 2010, a los verdaderos victimarios del crimen: un sargento viceprimero, un cabo tercero y cuatro soldados del batallón José Hilario López de Popayán.

El Ministerio de Defensa y las Fuerzas Militares reconocieron su responsabilidad y le pidieron perdón en un acto de desagravio que ordenó, en segunda instancia, el Consejo de Estado el 2 de febrero de 2017. No obstante, ella sigue enfrentando amenazas. La líder indígena aseguró que apenas en junio pasado la buscaron para asesinarla.

Aida cree que pese a los acuerdos de paz entre el Gobierno y las FARC, poco es lo que se ha visto de la paz en el Cauca. “Consideramos que no hay plenas garantías para defender la vida y los derechos humanos de los indígenas”, expresó.

Su lucha por la dignidad de los pueblos indígenas continúa, por eso es consejera de derechos de los pueblos indígenas, DD. HH. y Paz de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) y hace parte de este sexto Encuentro por la Verdad.

“Las víctimas tenemos que acompañar a otras víctimas, a quienes siguen enterrando a sus seres queridos por la violencia. Yo perdoné de corazón para sanar todo el dolor, con la esperanza de que este país mejore y que la fuerza pública cambie su doctrina”, manifestó.

El pueblo nómada que fue obligado a asentarse por el conflicto

Hasta 1988 los nukak, por lo que se sabe, vivieron en paz. Ese fue el año del maleficio, luego de entrar por primera vez en contacto con la sociedad occidental. En aquel entonces se estimaba que este pueblo indígena estaba integrado por más de 1.200 personas, según la Organización Nacional Indígena de Colombia. Sin embargo, en el censo llevado a cabo por el Dane en 2018, se reportó que apenas sobreviven 744 de ellos.

Se los conoce como los últimos nómadas en Colombia, aunque el conflicto interno les ha arrancado incluso esa tradición, pues las confrontaciones armadas en sus territorios, en los departamentos de Guaviare y Guainía, y las violencias que han padecido sobre todo sus mujeres, los obligaron a asentarse cerca de cascos urbanos para escapar del peligro, lo cual ha hecho que poco a poco vayan perdiendo su identidad.

En marzo de este año la Comisión de la Verdad recibió un informe sobre las violencias sexuales que han sufrido en medio del conflicto armado, compuesto de al menos 20 casos que fueron sistematizados desde 2018. Una de las mujeres de este pueblo, durante el encuentro en San José del Guaviare, habló en voz alta, con la intención de que sus palabras lleguen a todo el país:

“Nosotros no somos enemigos de la guerrilla, tampoco de los soldados ni de la Policía. Nosotros somos nacimos de la madre tierra y somos de la selva. Por naturaleza somos nómadas. La guerra y la colonización nos obligó a dejar de serlo. Colonos y armados han hecho de los territorios y de nuestros cuerpos un campo de batalla”.

Las mujeres nukak sienten que su pueblo perdió autonomía, y lo más grave es que sus cuerpos están siendo agredidos porque la violencia sexual a la que han sido sometidas por diversos grupos armados se ha normalizado.

Este pueblo, que se hizo célebre debido al documental de televisión Nukak Makú: los últimos nómadas verdes (1993), es considerado como uno de los más vulnerables del mundo, de acuerdo a la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas. Y es que ni siquiera las 640.000 hectáreas que fueron destinadas para su protección en 1993, en una reserva natural creada por el expresidente César Gaviria, lograron impedir que una guerra ajena los alcanzara.

A raíz del acuerdo de paz entre el Gobierno y las Farc, los nukak reclaman garantías para volver al que era su territorio para dedicarse a lo suyo: cazar, recolectar frutas, cantar y enrollar sus hamacas cuando es el momento de seguir el camino en lo profundo de la selva.

“Estamos vivos y esperando poder regresar a nuestra tierra, donde existieron nuestros abuelos, donde nacimos orgullosamente como pueblo nukak”, expresó una de sus mujeres.

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